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La sonrisa después del llanto
La tristeza puede ser vivida en diferentes intensidades. Esto está regulado fundamentalmente por las características de la personalidad, los esquemas cognitivos propios y el contexto sociocultural.
Editorial | 26/7/2020
“Estar triste” es experimentar un “sentimiento de dolor anímico producido por un suceso desfavorable que suele manifestarse con un estado de ánimo pesimista, la insatisfacción y la tendencia al llanto”.
Si bien los seres humanos nunca desearían el estado de ánimo de la tristeza; es justamente a partir de la misma que se activan mecanismos psicológicos que permiten superar aquellas pérdidas, sentimiento de fracaso o desilusiones.
Si pudiéramos evitar toda situación que nos lleve a estar desanimados, lo haríamos. Naturalmente, queremos evitar todo aquello que nos proporcione displacer. Esto se debe a que, obnubilados por el pensamiento mágico que “todo tiene que estar bien siempre”, no logramos ver el lado positivo de atravesar los procesos de tristeza o desánimo.
Transitar procesos de dolor, permite que desarrollemos la empatía con semejantes logrando convertirnos en sostén emocional para quienes nos rodean y ayudarlos en sus propias vivencias desfavorables. Dicho de otra manera, quienes han experimentado situaciones límites logrando superarlas, están equipados emocionalmente para ofrecer ayuda a otros que atraviesan circunstancias adversas.
Así como la alegría es indispensable para la vida, la tristeza, aunque no tiene aficionados a su “Fans Club”, también es necesaria para activar los procesos que tienden a volver a la persona gestora de sus emociones.
Aquellos que experimentan tristeza, suelen tomar distancia y generan nuevos pensamientos con la finalidad de reorganizar las acciones y vivir a pesar de las frustraciones, fracasos o pérdidas.
Teniendo como punto de partida estas dos aristas de la tristeza, a saber: que nadie desea la tristeza y que ésta no es necesariamente una tragedia en la vida; se puede pensar en cómo gestionar pensamientos alternativos que ayuden a superar los procesos de tristeza.
En primer lugar es importante reconocer el poder que tienen los pensamientos. Éstos, curan más que los medicamentos. Un pensamiento positivo genera una acción de la misma naturaleza. La consecuencia lógica es el beneficio personal y colectivo. Así de simple. De todos modos, a los seres humanos les importa demasiado lo complejo y así terminan complicándose todo, como resultado se encuentran inmersos en altísimos niveles de confusión, enfrentamientos y contradicciones que no pueden resolver. Sin embargo, si de paradigma de lo sencillo se trata, un ejemplo claro es el que dan los niños, en incansables ocasiones, con sus reacciones son increíbles y sencillas para resolver conflictos inmediatamente.
En segundo lugar, capitalizar la tristeza como cúmulo de experiencias que ayudan a forjar un carácter alegre. Esta apreciación no supone una ironía en lo absoluto. Quién haya superado la tristeza, tiene muchos motivos para reír y alegrarse. Sabe que las situaciones, por dramáticas que sean, llevan siempre a un nuevo horizonte, allí donde se aleja del sufrimiento y encuentra la gentileza de una nueva oportunidad. De otro lado de la tristeza, hay una nueva historia para vivir.
Y como lo expresara el filósofo clásico Heráclito: “nadie se baña dos veces en el mismo río”, porque cuando va al río por segunda vez, ni el agua es la misma, ni él lo es. Así, luego de las experiencias de tristeza que se ha superado, se encuentra a disposición un capital emocional listo para ser utilizado en beneficio personal y para ayudar a otros a superar sus desánimos.
Sea cual sea el motivo que inició la tristeza, ¡a reorganizar la vida emocional, que después del llanto se encuentra una gran sonrisa!
Lorena Leiva.
Prof. en Ciencias de la Educación.