En palabras del Dr. Esteban Levin, “donar lo infantil de la infancia”.
Las vivencias de los niños en los escenarios actuales, nos muestran a diario evidencia de un doble cuadro del crimen a la niñez: por un lado se elimina lo “infantil” y por otro; en el mismo tenor desgraciado, se truncan horizontes en la infancia.
Lo propio del niño es jugar. Lo propio de las demandas de las sociedades actuales es “recortar” cada vez más “el jugar” con “juegos” que sustituyen el despliegue de la subjetividad de cada niño con aparatos tecnológicos que limitan cada vez más la imaginación, la impronta creadora, la idea de “esfuerzo” para lograr metas, pero en “tiempo real”. Algunos juegos tecnológicos, por ejemplo, incentivan a los niños a crear una “aldea completa” -con todos sus dominios-, ¡en cuestión de segundos!. De esta manera, los pequeños no llegan a imaginar el esfuerzo que ha tenido que realizar una población determinada para que se construya la ciudad en la cual viven. Así, el concepto de progreso en el mundo multipantalla de los juegos, se circunscribe, en incontables ocasiones, a la obtención (a través de “jueguitos o visualizaciones de videos aleatorios”) de créditos inmediatos para obtener en segundos un nuevo edificio en la aldea.
Dentro del amplio abanico de “formas, tipos o características” del jugar, se encuentra el juego simbólico. A través del mismo, los niños construyen posibilidades de ser otros siendo ellos mismos, se ponen en escena, crean imposibilidades, negocian, fantasean y se identifican con un sinfín de personajes, en otras palabras: piensan o imaginan. Es incalculable, en términos de caudal emocional, cognitivo y afectivo el valor que aporta el juego simbólico en los niños.
En este proceso mental-emocional, “se piensan”; y lo que es fundamental, se piensan con otros. El ser humano, necesita al otro para aprender, el aprendizaje es social. Cuando los niños son privados del acceso al mundo de lo simbólico, ya sea porque este mundo sea obturado por la indiferencia, el desamor, el desapego, el rechazo, la urgencia de lo doméstico o lo social; se comete el primer crimen: se elimina lo “infantil” que debe ser propio de la infancia. Esto sucede en un doble sentido: por un lado el niño se encuentra privado de sumergirse en ese mundo de crear posibilidades y, por otro; el adulto no “dona” lo que el niño necesita para pensar-se y así poder construir su realidad.
¿A qué horizontes truncos nos referimos?
Muchas veces se menciona a los niños como “futuro de”. Sin embargo, los niños están aquí y ahora, son sujetos con vivencias y experiencias que dejan huellas en lo más profundo de su persona. Experiencias que definen en altísimo grado el perfil que tendrán siendo adultos. Por eso, pensar la infancia como el futuro de, es una lamentable atemporalidad que no tiene sentido. Lo cierto es que “donar” al niño lo mejor para este tiempo es asegurarse su futuro. Hoy precisa que se le done el tiempo, amor, abrazo, afecto, cuidados, seguridad.
Las “realidades posibles” que surgen en relaciones donde se brinda contención, tienen una función fundamental en la vida de los pequeños: “constituyen horizontes”. En otros términos, “mundos posibles” en pos de los cuales ir. Esta dimensión de “realidad posible y cambio de la misma”, genera algo prometedor: la configuración de un futuro con esperanza, ideado desde un presente optimista, y significante.
¿Cuál es el rol de los adultos en este desafío?
Se trata de reconocer que se pueden cambiar las premisas que se plantean en este mundo mercantilizado. No todo está empaquetado y listo para el consumo. Mucho menos la vida de los seres humanos. Sin embargo, muchas veces se “consume” el día de vida de un niño, subestimando que ese momento en su vida no vuelve más y que su vivencia diaria “cuenta” hoy. Porque los niños están y son hoy, aquí y ahora.
Se trata de animarse a una revolución que viene de la mano de la provocación de ser sensibles a la necesidad primordial de los niños: animarse a jugar, a volver el tiempo unas cuantas décadas atrás y volver a hacer girar las ruedas de un autito de plástico haciendo el ruido propio, de esquivar el cómodo sillón y arrojarse al piso para mirar a los niños desde su propia altura, acaso de fingir la voz de un monstruo que persigue al héroe de la ciudad… Después de todo, el niño interior de los adultos sigue allí, nunca se ha ido. Se trata de dedicarse. Los adultos pueden “salvar” la infancia donando lo infantil de cada uno a las infancias que vienen. Porque si lo pensamos bien, ellos no son sólo el futuro prometedor, son parte de un maravilloso presente.
Lorena Leiva
Prof. en Ciencias de la Educación.