Muchas veces, mantenemos una "guardia intacta" para poder responder de inmediato, sin prestar atención a la magnitud de lo que se quiere expresar en verdad. Esto sucede a menudo en las familias. Por ejemplo, a los niños, se los escucha y se les responde con absurdos y discursos que subestiman.

Cuando alguien quiere entablar una conversación, deberíamos valorar esa apertura y brindar toda la atención posible para hacer sentir al otro que sus palabras son importantes. En otros términos, responder con "liviandad" lo único que logra, a través del tiempo, es que nos volvamos una fuente poco confiable para los demás si éstos necesitaran consultar y buscar consejos. Así, muchos jóvenes prefieren hablar de "sus cosas" con amigos u otros, pero no con sus propios padres.

El discurso es más que palabras. La expresión de lo que se "dice" constituye un recorte de lo que se siente y piensa. Vale decir que se "siente" muchísimo más de lo que se "dice".

Sin embargo, hay indicadores en el discurso que dan pistas de los que el emisor quiere trasmitir. El cuerpo habla más que por palabras. Existen innumerables síntomas en el cuerpo que manifiestan las magnitudes de lo que sucede. Son alertas, señales que no deberían pasar por alto y sería oportuno escuchar con atención. Esas manifestaciones extra discursivas, pueden variar desde dolores en el estómago, cabeza, malestar en general hasta síndrome de ansiedad, atención dispersa u otros.

Si bien, no se debe tomar cualquier malestar digestivo como un mensaje de incomodidad emocional, entablar el diálogo será siempre saludable.

La escucha atenta es un antídoto contra la "encerrona emocional" en la que se encuentran tantas personas en la actualidad. Pero la escucha que no pretende responder solamente, sino comprender. Es decir, entender lo que le pasa al otro y desde qué perspectiva está hablando. Cuando alguien habla desde el temor, se lo debe estimular desde la valentía; si su discurso parte desde la inseguridad, se deben fortalecer en él los afectos para que se sienta contenido, y así sucesivamente.

Aún cuando las personas "mienten", en sus mentiras dicen "verdades". Por eso, el discurso va más allá de lo que se dice, porque expresa lo que es y, a su vez, puede expresar como realidad lo que se desearía que fuera o los temores de lo que jamás se quisiera experimentar.

El extremo antagónico de no escuchar atentamente es el de endiosar al otro en su discurso. Eso también es nocivo. A menudo sucede que en algunas familias, todo lo que dice en niño es palabra canonizada al instante. Esto es tan malo como subestimarlos y responder con trivialidades y ligereza ante sus inquietudes.

Por doquier, se escucha a miles de personas emitiendo fuertemente un discurso de notable pedido de atención. Lo gritan desde sus largas horas perdiendo el tiempo en la artificialidad de las redes sociales. Aunque parezcan "silenciosos" durante ese tiempo empleado en "deslizar sus dedos en las pantallas", sus mentes no quedan on hold . No es posible que se abstraigan de la realidad, en todo caso, están aceptando el despliegue de su realidad a un mundo virtual porque los demás están muy ocupados en sus propias realidades.

Se debe aprender a escuchar y enseñar a escuchar. Mirar a los ojos cuando alguien habla, intentando entender desde el corazón, sin apresurarse a emitir sólo respuestas formuladas rápidamente.

Lorena Leiva.

Prof. en Ciencias de la Educación.